Ricardo Campos y Ángel González de Pablo (coords.). Psiquiatría e higiene mental en el primer franquismo. Rupturas y continuidades. Madrid: Los Libros de La Catarata, 2016.
Por José Carlos Loredo
Este mismo blog ha tenido la amabilidad de publicarme una reseña de un libro –el de Lino Camprubí, Los ingenieros de Franco– que tiene en común con el que comento ahora la intención de señalar algunas continuidades y discontinuidades entre los desarrollos científico-tecnológicos del franquismo y los históricamente anteriores. Nos encontramos en esta ocasión con una obra muy diferente por diversas razones. La evidente es que no habla de ingeniería sino de psiquiatría, que desde luego podría entenderse como ingenería social, pero en un sentido que nos llevaría por otros derroteros. Además, se trata de un volumen colectivo que procede de uno de esos codiciados proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Economía y Competitidad, lo que –dicho sea de paso– me hace preguntarme por la idoneidad de este tipo de formatos de recopilación de trabajos diversos –a los que todos recurrimos, así que esto sería una autocrítica– en los que se repiten una y otra vez ideas comunes a ellos, sobre todo en las introducciones. Por último, creo que el ethos desde el que se analiza el material plantea en este caso algunos problemas ausentes en el libro de Camprubí, basado en el materialismo filosófico y más cuidadoso –pienso– a la hora de hacer juicios de valor epistemológicos, políticos o morales. Luego volveré sobre esto.
Magníficamente escrito y estructurado, el libro se divide en seis capítulos a los cuales precede una introducción. El primero, obra de Rafael Huertas, estudia la evolución durante el franquismo del decreto regulador de la asistencia y control de los llamados enfermos mentales aprobado en julio de 1931 y vigente hasta 1983. El segundo lo firma Ángel González de Pablo y revisa las teorías psiquiátricas hegemónicas en los años 40 y 50, mostrando los temas dominantes en ellas. El tercero, escrito por Enric Novella, aborda la transición desde la higiene mental hasta la salud mental. El capítulo cuarto, de Ricardo Campos, analiza el uso de la psiquiatría como defensa social y se detiene en la Ley de Vagos y Maleantes, vigente con modificaciones desde 1933 hasta 1970. El quinto, firmado por Silvia Lévy, habla de las aplicaciones del psicoanálisis en psiquiatría forense. El sexto y último, de Ana Conseglieri, Olga Villasante y Paloma Vázquez, constituye un interesante estudio de caso, en concreto del funcionamiento del Manicomio Nacional de Leganés durante la posguerra.
La pregunta que preside el libro podría formularse de la siguiente manera: más allá de las declaraciones de quienes detentaron el poder psiquiátrico tras la guerra civil, agresivamente rupturistas, ¿qué conservó la psiquiatría de los años 40 respecto a la de la etapa republicana, qué interrumpió de lo que ésta había puesto en marcha y qué novedades desarrolló? Aunque el subtítulo del libro ya deja clara la pretensión de estudiar las rupturas y continuidades respecto a la psiquiatría republicana, muy a menudo resulta imposible que los autores oculten sus –llamémoslas así– simpatías por esta última, correlativas a su antipatía por la dictadura. Es como si mantener un tono no maniqueo, analítico, le hiciera a uno sospechoso de veleidades derechistas o al menos de una equidistancia moralmente inapropiada. En varios momentos del libro se trata la psiquiatría franquista en términos de retroceso científico –frente a lo cual creo que habría que ser sensible a las diferentes lógicas epistemológico-políticas que regían las disciplinas psi en una u otra época– o se habla como si pudiera separarse el contenido científico de la psiquiatría de su contenido ideológico –frente a lo cual creo que debería cultivarse una actitud simétrica: todos los saberes y prácticas forman parte de un ecosistema sociopolítico determinado que, además, contribuyen a producir–. Por ejemplo, en la página 10 se afirma que “las reformas psiquiátricas republicanas” estaban “marcadas por el deseo de regenerar, modernizar y democratizar el país”, y la posguerra conllevó una “aclamación de su destrucción” y una “vuelta a una imaginaria tradición cultural española”, como si el franquismo fuera completamente antimoderno y no pretendiera también regenerar España (de hecho, pretendía redimirla expresamente), y como si los elementos nacionalistas o etnopsicológicos hubieran sido inéditos antes de la guerra civil. Asimismo, en la página 140 se dice que la Ley de Vagos y Maleantes se asentaba en “criterios que emanaban del consenso social … sobre lo que era la normalidad, y no sobre criterios psicopatológicos”, ¡como si cupiera imaginar criterios psicopatológicos exentos, ajenos a valoraciones socialmente hegemónicas sobre lo normal y lo anormal!
Por momentos parece que se diera por supuesto que en una dictadura sólo cabe pensar en súbditos, en una población reprimida y manipulada, mientras que los ciudadanos en sentido moderno sólo pudieran existir en un sistema democrático-liberal (véase, por ejemplo, el final de la página 121). Lo cierto es que las tecnologías modernas de gobierno de las poblaciones se han dado en regímenes de todo pelaje: en sistemas comunistas o fascistas los ciudadanos deben ser formados para que interioricen normas ligadas a fines colectivos –que evidentemente no eran los mismos en la República que en el franquismo–; fines relativos al progreso de la nación, la cohesión social, la prosperidad o lo que quiera que sea (la construcción del socialismo, la redención nacionalcatólica, la felicidad…). Algo que, obviamente, no es incompatible con la represión, que por otro lado tampoco está ausente en las democracias.
En conjunto, este libro prosigue brillantemente con el trabajo de iluminación de la historia reciente de los saberes psi en España, y lo hace con una sensibilidad historiográfica que, si bien no se explicita, permite advertir componentes genealógicos y de historia sociocultural, a pesar de que la descripción interna tradicional –de discursos, digamos– conserva cierto protagonismo en ocasiones. De hecho, una de las cosas que podría afinarse en ulteriores investigaciones tiene que ver con la distinción (o no) entre discurso y práctica. A veces da la impresión de que aquí se otorga un excesivo peso a los discursos, incluso a las declaraciones de intenciones, en detrimento de las prácticas reales a través de las cuales la psiquiatría de posguerra gestionaba y producía subjetividades. No es que los discursos no fueran reales o carecieran de efectos; tampoco es que las prácticas fuesen directamente accesibles –a este respecto siempre constituye un problema en sí mismo la selección de fuentes primarias y el alcance que demos a su interpretación, desde luego–; es sólo que, a la hora de resaltar las ruptutas que la psiquiatría franquista comportó, suele acudirse a textos o conferencias que encima son de individuos como el nacionalcatólico Juan José López Ibor y Antonio Vallejo Nájera, quien como es sabido sostenía la inferioridad mental de los marxistas: ¡así cualquiera! Queda pues por analizar con más limpieza, quizá, el juego de continuidades y discontinuidades técnicas, procedimentales, no declarativas; algo que probablemente debería hacerse teniendo en cuenta que la propia evolución de los saberes psi entre la guerra y la transición a buen seguro contribuyó a conformar (o performar, si se quiere), junto con otros muchos factores, eso tan heterogéneo a lo que llamamos dictadura franquista.