EL PAYASO MASOCA o cómo fomentar la coulrofobia

El Desván de Psi

Por Iván Sánchez-Moreno

Si están pensando en regalarle algo significativo a ese típico sobrinito asilvestrado que acaba siempre saboteando la cena de Navidad, no duden en hacerse con un Bobo Doll de tamaño natural. Aunque sea un producto muy popular en el mercado explotado por bebés –en su caso, con un sonajero dispuesto en su interior que suena con cada balanceo, captando así la atención del pequeño–, existen modelos de todo tipo, color y dimensiones. Por si no lo conocen, se trata de un muñeco de base semiesférica que actúa de contrapeso a cada movimiento, de modo que al zarandearlo vuelva de nuevo a su posición inicial. En los tres cuartos superiores, su cuerpo es mucho más ligero, siendo más abultado en la base y asemejándose por ello a una pera de proporciones mayestáticas. Generalmente se fabrica con plástico o vinilo o cualquier otro material lo suficientemente suave como para ser manipulado por niños. Este juguete tuvo su máximo auge en la década de 1960 bajo una patente norteamericana de la marca Hasbro como una variante del tentetieso inflable de unos cinco pies de altura, caracterizado con las pinturas de un payaso. En otros países fue llamado Don Pipo o el payaso Toto y Tolo.

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Ilustración de Rubén Gómez Soriano

Su origen, sin embargo, se remonta a la dinastía Tang (entre los siglos VII-X), conocido con el nombre chino de Budaoweng, término que podría traducirse buenamente como “el viejo que nunca se cae”. No sería hasta el siglo XVIII cuando Jean Ramponneau lo exportó a París bautizándolo con su propio nombre. Pero el juguete no obtuvo entonces el éxito que había alcanzado el sobrecogedor nivel de ventas de guillotinas en miniatura unos años antes.

Curiosamente, el dichoso tentetieso al que nos referimos siempre presumió de formas ligeramente antropomórficas a lo largo del tiempo y las culturas, y rara vez se le ha visto con el aspecto de un animal. Tan sólo la variación que promovió la propia empresa Hasbro con el fin de repetir la gloria del antiguo muñeco Bobo lo devolvió a la palestra adoptando las curvas de un gigantesco huevo de gallina colorista que respondía al nombre de Humpty-Dumpty –como uno de los personajes que aparecen en el sexto capítulo de A través del espejo (1998), secuela de Alicia en el país de las maravillas (1996), de Lewis Carroll–, pero no era éste más que una copia mal disimulada de un mutilado daruma japonés.

La naturaleza del daruma también tiene su especial importancia para entender los antecedentes masoquistas del pobre Bobo. Los daruma son esas curiosas figuritas ovoidales enfundadas en una capucha rojiza y dotadas de una expresiva cara enfadada. La cuencas vacías de sus ojos sólo se pintan cuando se concede alguno de los deseos que se le solicitan al simbólico tótem, el cual representa un viejo ermitaño que, según cuentan las leyendas, perdió sus brazos y piernas porque se le atrofiaron por no usarlos durante los muchos años que pasó escondido en una cueva. Ciertas creencias apuntan a que este misántropo radical era en realidad el sabio Bodhidharma, un legendario monje guerrero que durante una estancia en el templo de Shaolín fundó dos grandes artes marciales: el kung-fu y el karate (que vienen a ser lo mismo, aunque con ligeras diferencias según la procedencia sino-nipona de cada contrincante). Otra derivación lúdica del daruma es el otoshi, consistente en una pila de cinco discos de madera que el jugador debe eliminar uno a uno desde su base golpeándolos con un mazo y evitando en todo momento que la figura del sabio, que se coloca en el extremo superior, llegue nunca a tocar el suelo.

Con tal historial biográfico no nos sorprende que el psicólogo Albert Bandura hubiera confiado en la involuntaria colaboración de un ejemplar de Bobo Doll para una investigación sobre la imitación infantil de los modelos agresivos observados entre los adultos. Muy influido por los trabajos previos de Clark L. Hull y Burrhus Frederic Skinner sobre modificación de la conducta, Bandura partía de la teoría de la imitación como forma de socialización primigenia. No obstante, y a diferencia del citado Skinner y su concepto del reforzamiento operante y del condicionamiento clásico de Ivan Pavlov, Bandura quería probar que los niños pueden aprender un modelo de comportamiento sin que necesariamente exista premio o castigo a cambio. Bandura también sospechaba que la incitación de la violencia y la agresividad difundidas en la televisión y en el cine podían ocasionar su reciprocidad en la realidad por parte del público infantil (Rezk y Ardila, 1979; Nordby y Hall, 1979).

Para demostrarlo realizó una serie de experimentos entre 1961 y 1963 en los que contó con tres grupos de 36 niños y 36 niñas. A todos ellos se les dejaba jugar libremente en una muy abastecida sala de juegos para hacerles descansar unos minutos después en un cuarto anexo. En esta salita de espera se les proyectaba algún video para distraerles antes de volver a entrar en el tan ansiado cuarto de los juguetes. En el video que veían los integrantes del primer grupo aparecía un adulto que golpeaba repetidas veces al pobre Bobo, mientras que en el caso del segundo grupo el adulto no le propinaba golpe alguno; al tercero, señalado como grupo control, no se le mostraba ningún video. Por supuesto, nada más entrar en la sala de juegos, los niños y las niñas del primer grupo le dedicaban una soberbia paliza a Bobo, quien volvía a levantarse resignadamente para recibir otra hondonada de puñetazos y puntapiés. No contentos con eso, los niños se abandonaban a la pasión del momento ultrapasando el límite de las patadas y comenzando a insultar, arañar y aplastar contra el suelo a Bobo con extremada violencia. Algunos de ellos lo hacían saltar por los aires alzándolo desde los pies, lo utilizaban como diana de una pelota que dirigían todo el rato contra su cabeza, le golpeaban la narizota con un martillo o le disparaban con una pistola de dardos con ventosa. Lo que Bandura había obtenido en cada caso era toda una sesión improvisada de sadomasoquismo hardcore. Por su parte, los otros dos grupos ignoraban a Bobo, olvidado en algún rincón de la sala, o bien interactuaban amablemente con él. Los resultados de dichos estudios quedaron plasmados en sendos trabajos de Bandura y su equipo con sumo detalle (Bandura et al., 1961, 1963; Bandura, 1965).

El futuro de Bobo Doll corrió peor suerte. El declive comercial del juguete coincidió con dos hitos en la cultura pop de EEUU: los casos de Pogo y Pennywise. El primero era el alias que adoptaba John Wayne Gacy para introducirse entre sus víctimas más propiciatorias repartiendo globos e inocentes bromas. En total se contabilizaron 33 víctimas declaradas durante la década de 1970 a manos de este célebre asesino disfrazado de payaso, cuyas obras pictóricas son muy cotizadas entre friquis de toda ralea.

La publicación de la novela It de Stephen King y el estreno de la miniserie homónima de TV a mediados de los años ’80 del pasado siglo sentenciaron aún más las inquinas estadounidenses contra los payasos. En It, un ente de origen desconocido al que denominan Pennywise se personifica ante los humanos bajo la apariencia de un émulo psicópata de Ronald McDonald que responde al nombre de Bob –por desgracia muy similar al del payaso Bobo del que estamos hablando–. Pennywise reencarnaría todas las fechorías de las que el hombre es capaz contra su comunidad: el envenenamiento masivo, el descuartizamiento del prójimo, el infanticidio sistemático, los linchamientos raciales, etc.

El fin comercial de Bobo Doll, pues, estaba sentenciado desde que Bandura lo escogió como conejillo de indias para sus experimentos. El inmediato devenir posterior de la historia cultural norteamericana ha provocado porcentajes tan desesperanzadores para Bobo como los que presentó una reciente encuesta de Vox Media sobre los principales miedos de la población estadounidense: el 42% de los entrevistados afirma padecer el terror hacia los payasos como el peor de todos, superando con creces la paranoia al terrorismo islámico. Diversos estudios de las facultades de psicología de la Universidad de Sheffield, en Inglaterra, y Northridge, en el Estado de California (Durwin, 2004; Spratley, 2009), corroboran este miedo patológico infantil hacia los payasos –la coulrofobia–, lo que no explica el nefasto resultado en las últimas elecciones a la presidencia de los EEUU. Si la psicología sirviera verdaderamente para mejorar la calidad humana, tal y como aseguraba bondadosamente el mencionado Skinner (1972), tal vez los niños que agredieron con saña al payaso Bobo en el pasado se estaban revelando contra el fatal destino cultural que su propia historia política iba a depararles en un futuro.

 

 

Bibliografía citada:

 

Bandura, A. (1965). Influence of model’s reinforcement contingencies on the acquisition of imitate responses. Journal of Personality & Social Psychology, 1(6): 589-595

Bandura, A.; Ross, D.; Ross, S. A. (1961). Transmission of aggression through imitation of aggressive models. Journal of Abnormal & Social Psychology, 63: 575-582

Bandura, A.; Ross, D.; Ross, S. A. (1963). Imitation of film-mediated aggressive models. Journal of Abnormal & Social Psychology, 66(1): 3-11

Carroll, L. (1996). Alicia en el país de las maravillas. Barcelona: Edicomunicación

Carroll, L. (1998). A través del espejo. Barcelona: Edicomunicación

Durwin, J. (2004). Coulrophobia & The Trickster. Trickster’s Way, 3(1)

Nordby, V. J.; Hall, C. S. (1979). Vida y conceptos de los psicólogos más importantes. México: Trillas

Rezk, M.; Ardila, R. (1979). Cien años de psicología. México: Trillas

Skinner, B. F. (1972). Más allá de la libertad y la dignidad. Barcelona: Fontanella

Spratley, L. (2009). Deadly Funny: The subversion of clowning in the killer clown genre. Tesis dirigida por Edwin Hees. Ciudad del Cabo (Sudáfrica): Stellenbosch University